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Aurtengo Selektibitateko testua: Lengua
MÁS MÁS FUERTES Y MEJORES (Rosa
Montero, El País, 26 de febrero de 2016)
Mientras escribo estas líneas, puedo ver
junto a mí los desalentadores montoncitos de libros que se empiezan a acumular,
como torres truncadas, en el suelo de mi despacho. Ya no me caben en las baldas
y no sé dónde meterlos. Aunque hace ya mucho que perdí el respeto reverencial a
los libros y, después de leerlos, suelo desprenderme de la mayoría, la cantidad
de volúmenes que tengo crece como la espuma, porque me regalan muchos y, mea culpa, sigo comprando
bastantes (menos mal que existen las versiones electrónicas). A veces pienso
que se están convirtiendo en una especie de virus invasor y hasta llego a
detestarlos durante unos instantes. Luego, claro, se me pasa corriendo. ¿Qué haría
yo sin libros? Son y siempre han sido mi mejor amuleto ante los desasosiegos de
la vida. En el dolor, en la ansiedad, en las esperas y las desesperaciones, si
cuentas con una buena lectura estás al menos en parte protegido. Recuerdo
perfectamente las obras que leí en algunos momentos especialmente penosos; en
enfermedades propias, por ejemplo, o en esperas hospitalarias de enfermedades
ajenas. Son libros que me ayudaron a atravesar esos tiempos oscuros, los
estrechos desfiladeros de la vida; a decir verdad, pienso en ellos como si
fueran mis amigos.
Sé, por otra parte, que esto que me sucede
a mí le ocurre a muchos. El grupo editorial italiano Mauri Spagnol y el Centro
de Estudios de Mercado y Relaciones Industriales de la Universidad de Roma
publicaron hace poco los resultados de una investigación curiosísima:
estudiaron si la lectura tiene algún efecto en el bienestar de las personas.
Tomaron una muestra de 1.100 individuos, los dividieron en dos grupos, lectores
y no lectores, y les aplicaron tres conocidos protocolos para calibrar el
índice de satisfacción con la vida, según la autovaloración de los sujetos. En
una escala del uno, lo peor, al diez, lo mejor, los 1.100 individuos se dieron,
como media, una nota de felicidad por encima del siete. Esto ya es sorprendente
en sí, o al menos a mí siempre me sorprende que, cuando le pides a la gente que
puntúe su nivel de felicidad, todos los estudios suelen dar unas notas bastante
altas, de notable para arriba. Y es que el ser humano es una criatura vitalista,
adaptativa y tenaz. Pero lo novedoso de esta investigación es que los lectores
superaron a los no lectores en todos los apartados por cerca de medio punto: se
sentían más dichosos y experimentaban más a menudo emociones positivas.
Resumiendo: parece que leer te ayuda a ser más feliz. Cosa que desde luego no
me extraña.
Siempre me han
dado pena las personas que no leen. Y no porque sean más incultas y menos
libres, aunque es bastante probable que sea así. No, las compadezco porque creo
que viven mucho menos. Leer es entrar en otras existencias, viajar a otros
mundos, experimentar otras realidades. Y además, ¡qué inmensa soledad la de
quien no lee! Porque la literatura nos une con el resto de los habitantes de
este planeta, nos hermana con la humanidad entera, más allá del tiempo y el
espacio. Podemos experimentar las mismas emociones que un escritor inglés del
siglo XVI o que una autora contemporánea de la remota Nueva Guinea. Y al
fundirnos con los demás, al salir de nosotros mismos, salimos también por un instante
de nuestra muerte, que nos espera enroscada en la barriga. Leer te hace
inmortal.
Hay dos fotos antiguas en blanco y negro que me
parecen maravillosas y que son un ejemplo de esa fuerza benéfica de la
literatura. Una es de André Kertész y muestra una ancianita en camisón sentada
en una cama de madera, un mamotreto viejo con dosel. La instantánea fue tomada
en el asilo de Beaune (Francia) en 1929, así que la mujer era una asilada,
probablemente sola, enferma y pobre, una vieja sitiada por la muerte. Pero
tiene un libro en las manos y está embebida en él. Lee, de perfil, con serena y
perfecta placidez. Qué invulnerable se la ve, protegida por el gran talismán de
la lectura. Toda ella luz dentro del barquito de su cama en mitad de un océano
de tinieblas.
La otra foto es
bastante conocida: la biblioteca de Holland House, en Londres, tras los
bombardeos de 1940. El techo del edificio se ha derrumbado pero las paredes,
repletas de libros, se mantienen en pie. Aquí y allá hay tres hombres con abrigo
y sombrero que, subidos a la inestable pila de escombros, miran los lomos de
las estanterías u hojean algún volumen. A mí esta foto siempre me ha parecido
un emblema de la esperanza, de la capacidad de supervivencia de los humanos. En
lo más aterrador de la pesadilla nazi, cuando parecía que el infierno
triunfaba, esos hombres buscaban en la hermandad lectora con el resto de la
humanidad las fuerzas suficientes para seguir resistiendo. Esta es la magia de
la literatura: nos hace ser más fuertes y mejores.
2018(e)ko ekainaren 7(a), osteguna
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